¿Qué es «buen gobierno»?

«Es difícil definir buen gobierno, pero al menos sabemos que en teoría es lo contrario de un mal gobierno»

(V.A.L.)

Se suele hablar conjuntamente de “transparencia y Buen Gobierno” (por ejemplo en las distintas leyes de transparencia), por lo que, en cierto modo, el Buen Gobierno no es un concepto que haya conseguido desprenderse conceptualmente de la transparencia para plantearse de forma aislada. Y sin embargo así debería ser. La palabra transparencia, referida a lo público, ya va bien servida de significado propio. Es un principio, una obligación (la de publicidad activa), un derecho (el de acceso a la información), un pilar del Gobierno Abierto… En relación a esto último, la apertura de la información se refuerza con esa apertura de los datos (open data) y la debida rendición de cuentas. Con todo ello se atrae la participación y la colaboración de los distintos actores de lo público, e incluso a partir de los datos compartidos se puede reactivar la economía, uno de nuestros principales quebraderos de cabeza ahora mismo.

¿Pero qué es Buen Gobierno? Aunque no cabe duda de que gobernar “bien” es un acto eminentemente práctico, no teórico, podemos esforzarnos en dar una definición: “Aquel que se ejerce de una manera objetivamente correcta, desde la interiorización de la ética y los valores y el manejo de datos, y que consigue en un alto grado una buena gestión de los servicios públicos que coincida con el interés general, alcanzando al mismo tiempo cotas elevadas de transparencia, eficacia, eficiencia, excelencia y cumplimiento de la legalidad, además de un alto grado de satisfacción en la ciudadanía”.

El razonamiento es sencillo: hacer las cosas «bien» equivale, entre otras cosas, a ser más (o muy) objetivos, legales, transparentes y eficientes. Respetar la ley, trabajar de forma planificada, apoyada en datos reales, automatizada dentro de lo posible, e inteligente cada vez que haya que tomar decisiones, reducirá los continuos descalabros que acaban con un despilfarro de los recursos públicos, la desilusión y el desapego de las personas, y frecuentemente en el contencioso administrativo, o peor, en la jurisdicción penal. Lo siento por mis compañeros abogados, que trabajarían menos, pero defendemos un modelo que reduzca drásticamente el nivel de conflictividad, por ejemplo, en la fase de ejecución de los contratos (qué importante es un buen pliego de cláusulas administrativas). Nos estamos jugando la calidad del servicio, pero también mucho dinero público, tan valioso en momentos de crisis. En la Administración es infinitamente más barato prevenir que curar, por eso también debemos ir familiarizándonos con el concepto de compliance.

Como hemos explicado en alguna ocasión, la burocracia es una modalidad de corrupción. Un gobierno obeso (estructural y funcionalmente) no es un Buen Gobierno. Debemos adelgazar la Administración

Para completar la anterior definición, es necesario diferenciar entre criterio de oportunidad y criterio de legalidad, teniendo en cuenta que ambos impregnan en igual medida la actuación administrativa y que deben estar equilibrados. Por un lado, el principio de legalidad, marca unas reglas del juego que sujetan a todos los poderes públicos en cuanto a su organización y actuación. Se trata de unas reglas y principios mínimos, esencialmente de Derecho Constitucional, Administrativo -nos gusta más la expresión “Derecho público”- y Penal, cuya vulneración tiene consecuencias y de la que derivan las responsabilidades legalmente previstas (aunque no siempre exigidas). Pero el Buen Gobierno, precisamente por estar apoyado más directamente en el Derecho Natural que en el positivo, va más allá y entra a cuestionar la procedencia de la actuación, el aludido criterio de oportunidad, y es que puede haberse cumplido formalmente el procedimiento, seguido todos los trámites, respetado todos los principios generales del Derecho, pero quizá ese procedimiento tan pulcro formalmente no debería ni siquiera haberse iniciado. Este es el leitmotiv del criterio de oportunidad. Un mal Gobierno suele ser poco oportuno, caprichoso. Es el Gobierno de las ocurrencias, más centrado en la percepción de la realidad de sus gobernantes que en la empatía social; o el Gobierno de las conveniencias, muy enfocado a la satisfacción de intereses políticos o particulares. Pero el Buen Gobierno evita generar ese tipo de situaciones y decisiones discutibles, probablemente erróneas, ruinosas e inoportunas. La gestión profesional y racional, junto con el manejo de datos muchas veces obtenidos por la propia Administración, entran por la puerta grande en el terreno de la toma de decisiones. Así, la parte jurídica y técnica de la Administración adquiere otra dimensión. Los empleados públicos no deben limitarse a la simple constatación del frío cumplimiento del procedimiento. Ya hemos explicado en otras ocasiones que la corrupción tiene muchas caras. El fraude de ley y el fraude en general no son sino lobos con piel de cordero.

Pero uno de los postulados generales a los que deberán adecuar su actuación los responsables públicos es el de asumir la responsabilidad de las decisiones y actuaciones propias y de los organismos que dirigen, sin perjuicio de otras que fueran exigibles legalmente (art. 26.2.a.7 de la Ley de transparencia, LTBG), lo cual da una clara muestra de este plus en la buena gestión que representa el Buen Gobierno, esa vocación de servicio público; esa buena fe que en los países del norte de Europa “se trae de casa”, pero que aquí ha sido necesario instaurar (creo que con poco éxito) a través de un régimen sancionador que pretende y no consigue “asegurarla”. Sanciones, por cierto, que realmente constituyen la única aportación real de la LTBG al Buen Gobierno, ya que la parte de buenas intenciones es poco más que un Código ético con rango de ley.

En base a lo explicado, entendemos que el Buen Gobierno también implica un alto grado de interacción o coordinación entre cuatro elementos. Por un lado los datos, cuya neutralidad y objetividad justificarán las decisiones. Por otro lado los tres tipos personas al servicio de las organizaciones públicas que representan los dos criterios o principios mencionados. A saber: responsables políticos-criterio de oportunidad, responsables técnicos-criterio de legalidad, y directivos públicos profesionales como puente entre lo político y lo técnico, sin pretensiones de sustituir la legitimidad democrática de las urnas ni tampoco la esfera técnica o funcional de los empleados públicos, pero ayudando a ambos a dar forma a esa gestión. En un equipo de fútbol son necesarios centrocampistas que unen la defensa con la delantera. También se puede intentar hacer llegar el balón directamente al jugador más adelantado a través de un “patadón” del portero que recorra 60 metros y que intente controlar el delantero centro, pero ese balón pocas veces llega a su destino. Las jugadas tan arriesgadas e imprecisas nunca acaban en gol en la Administración.

Más cosas. Jurídicamente hablando, “Buen Gobierno” se erige en un concepto interesante, a medio camino, en nuestra opinión, entre el mencionado Derecho Natural (que se basa ineludiblemente en la ética) y el mero recordatorio de normas preexistentes. Siguiendo con este enfoque jurídico, desde el punto de vista del derecho positivo Buen Gobierno es, como sabemos, una parte de la citada Ley de transparencia, no solo de la Estatal, sino también de algunas autonómicas. A nivel normativo han acabado mezclados. Pero ya hemos dicho que más que una faceta de la transparencia, se constituye como un principio con entidad propia, y por eso en otras ocasiones cuenta con su propio cuerpo legal (véase, por ejemplo, la Ley Foral 2/2011, de 17 de marzo, que establece el Código de buen gobierno de Navarra).

Este es desde luego nuestro criterio, pues a pesar de su evidente relación con el principio de transparencia, pensamos que en las normas en las que aparecen juntos subyace esa idea, más popular pero menos sistemática, de que ambos conceptos –transparencia y Buen Gobierno- son lo contrario de la corrupción. Y no es que no sea cierto, pero técnicamente hablando existe mucho más contenido dentro de cada una de estas dos materias, y a medida que se profundiza en cada una de ellas surgen más diferencias. Cuando en su momento abordamos la redacción de los documentos tipo para la FEMP, las personas involucradas en el proyecto contemplamos, creo que correctamente, esta consideración separada, y así elaboramos una Ordenanza Tipo de transparencia (hace poco maravillosamente actualizada por el grupo coordinado por Joaquín Meseguer), primeramente, y un Código de Buen Gobierno, que fue posterior.

Por tanto, desde este planteamiento ético del Buen Gobierno, y espoleados por las circunstancias, pensamos que ya ha llegado el momento de abandonar la época en la que el objetivo de la de políticos es, única y tristemente, el de repetir mandato; y el de algunos funcionarios cobrar a fin de mes y nada más. Nuestra historia reciente está repleta de ejemplos de corruptela, clientelismo, egoísmo, politización, dejadez, despilfarro y desapego por lo público. Para superar esa etapa oscura debe delimitarse el ámbito de responsabilidad de cada empleado público (en el sentido más amplio del término). Empleado que a su vez es un responsable público, porque ya no basta con “no robar”, sino que se debe alcanzar un alto grado de buena gestión y consecución de los objetivos, de manera que perjudicar el interés general o las arcas públicas, incluso de buena fe, tenga consecuencias como mínimo políticas.

En definitiva, transparencia y Buen Gobierno son conceptos separables, aunque obviamente emparentados. En este sentido, el nexo de unión más fuerte que tienen no es compartir nomenclatura en una ley (o mejor dicho, en varias), sino el formar parte de esa visión ética de la gestión pública. En efecto, la única transparencia que nos sirve es la transparencia ética. Todo lo demás es apariencia. Por eso es tan importante rendir cuentas, porque la transparencia no es solo decir lo que se hace bien, sino también reconocer lo que se ha hecho mal (con exposición de los motivos que inspiraron tales acciones, los cuales siempre deben ser justificables o, al menos, explicables), e intentar no volver a caer en los mismos errores. Un Gobierno no es corrupto porque en la ejecución de una medida haya cometido una ilegalidad formal, sino porque en sus motivaciones iniciales acaso se desvió del interés general. Por eso la comunicación institucional debe ser honesta, ya que de lo contrario no será creíble. Una sociedad bien informada no puede realmente creerse que sus gobernantes son todos altos, guapos y con los ojos azules (entiéndase la metáfora). La transparencia no es un concurso de popularidad, no consiste en ponerse una medalla, sino en ser autocrítico con la reciente gestión y establecer un compromiso de mejora. Y a partir de ahí trabajar activamente en esa mejora, claro está.

Instituciones como el Tribunal de Cuentas existen desde hace cuatro décadas. Defendemos su trabajo, por supuesto, pero la proliferación reciente de nuevas entidades fiscalizadoras o antifraude no ha supuesto un freno importante de la llamada corrupción estructural. No debe entenderse como un menosprecio a su trabajo, pero sí como una crítica a un sistema con ADN corrupto al que se le ponen parches como quien tapa los boquetes del Titanic con chicle. Esto lo que demuestra es que el verdadero control lo ejerce la ciudadanía. Es la sociedad civil el único actor con la suficiente fuerza como para cambiar todo un sistema disfuncional. La crisis afecta a su nivel de tolerancia y cuanto menor es ese nivel más eficazmente funcionan los mecanismos de control del Estado, entre otras cosas porque son los propios Gobiernos los que se autocontrolan y, volviendo al símil futbolístico, no dan pie al árbitro para que les saque una tarjeta amarilla, porque respetan las reglas del juego. Esta es la base social tanto del Buen Gobierno como del Gobierno Abierto, y su herramienta es la transparencia. Esta es la forma evolutiva que adquiere el Estado social y democrático (y tecnológico) de Derecho cuando el sistema se ve obligado a cambiar, y a mejorar. Es puro darwinismo.

Woody Allen dijo una frase muy cierta que además es muy actual, porque estamos rodeados por la charlatanería, y totalmente aplicable a esto de la gestión pública: “Las cosas no se dicen, se hacen, porque al hacerlas se dicen solas”. Gobernar implica hacer infinidad de cosas (muchas, y cada vez son más). Buen Gobierno es hacerlas bien. Gobierno Abierto es explicarlas, no tanto en cuanto al qué como al porqué.

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