El coste de la burocracia

Según el artículo 325.1 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE), «La Unión y los Estados miembros combatirán el fraude y toda actividad ilegal que afecte a los intereses financieros de la Unión mediante medidas adoptadas en virtud de lo dispuesto en el presente artículo, que deberán tener un efecto disuasorio y ser capaces de ofrecer una protección eficaz en los Estados miembros y en las instituciones, órganos y organismos de la Unión».

Queda claro que el fraude y la corrupción, conceptos hermanos pero no sinónimos, tienen un coste, y no precisamente bajo, para el erario público. Obviamente ese coste no es solo económico (contra los «intereses financieros»), sino también en cuanto a la merma del servicio, la legalidad y la transparencia de la gestión pública, la calidad del empleo público, además de, por supuesto, el coste reputacional.

En nuestro Código Penal no existe propiamente un delito de corrupción, si bien se tipifican conductas como la prevaricación, el cohecho o el tráfico de influencias, que sí se consideran delictivas. Evidentemente, que la actuación pública no constituya un delito no significa que sea automáticamente legal, del mismo modo que la no comisión de las infracciones más graves del ordenamiento jurídico no equivale, ni muchísimo menos, a una buena gestión de los asuntos públicos. La conducta corrupta, en sentido amplio, puede estar tipificada en las normas penales pero también en las administrativas, o simplemente contravenir las segundas, pero a veces no infringe literalmente ninguna norma, y no por ello se convierte en ética, ni en correcta, ni oportuna. La siguiente infografía ayuda a comprender.

La corrupción actual es más inteligente y mucho menos pomposa que lo que vimos en la época de los grandes pelotazos, esas tramas espectaculares de corrupción a gran escala con cientos de implicados y miles de millones para arriba y para abajo. La corrupción siempre es intencionada y encierra un ánimo de lucro o beneficio directo e indirecto a favor de quien la comete. El mero fraude también supone un menoscabo para el erario público, suele ser intencionado pero aquí también podríamos encuadrar conductas muy negligentes que contravengan la legalidad y los principios por los que se rige la actuación de las Administraciones Públicas.

Volviendo a Europa, ya estamos comprobando su obsesión -justificada, por cierto- por que no se haga trampa en la percepción y ejecución de los fondos. Algunos responsables públicos han descubierto de repente el concepto «fraude», al hilo de los Next Generation. Las ayudas ya están llegando, pero si no se ejecutan con probidad habrá consecuencias. La propia DIRECTIVA (UE) 2017/1371, asocia el fraude a una serie de conductas que abarcarían un amplio catálogo de irregularidades (véase su extenso artículo 3), mientras que que el Considerando 8 se refiere a la corrupción en términos un tanto ambiguos y casi como sinónimo de cohecho.

Y llegamos a esas «otras irregularidades». No siempre queda claro, pero se puede calcular, el coste de las conductas corruptas de mayor gravedad. Pero, ¿Cuál es el coste de la ineficiencia? ¿Cuánto le cuesta al sistema el «vuelva usted mañana»? ¿Y el requerimiento de una copia compulsada de un documento que en realidad ya obra o debería obrar en poder de la Administración? ¿Y la imposibilidad de tramitar electrónicamente sobre todo los procedimientos más sencillos? Pues todo esto también es fraude. La falta de interoperabilidad es fraudulenta desde un punto de vista económico. Y la generación de cargas y molestias a las personas que se relacionan con la Administración, muchas de ellas por pura necesidad y, en el «mejor» de los casos, por obligación legal, es indigna, antiética y constituye un pésimo servicio. ¿Cuántas personas de las que tenían derecho al famoso ingreso mínimo vital se quedaron sin él por no poder superar la barrera de la burocracia?

Lo ilustramos en la siguiente infografía que muestra los niveles de RCA (reducción de cargas administrativas) en los procedimientos. El máximo nivel de simplificación es lo que llamamos «el no procedimiento». En algunos casos podemos llegar ahí (fuente. elaboración propia).

Vale la pena recordar el ya antiguo pero maravilloso Manual de Simplificación Administrativa y Reducción de Cargas para la AGE. Lástima que hablemos de un documento casi inédito. Existen otras metodologías, todas ellas válidas para facilitar la simplificación de una burocracia que ni exige la Ley ni en absoluto favorece a la ciudadanía. De hecho es obviamente al contrario.

En definitiva, si el único objetivo a la hora de gestionar lo público es no incurrir en un tipo penal, mal vamos. Si utilizamos una figura legal para vestir de domingo una desviación de poder, seguimos en el terreno de la corrupción. Si simplemente gestionamos de manera manifiestamente negligente, con total ineficacia, eso es fraude. La burocracia es una modalidad de fraude, aunque nadie se llene los bolsillos ni pretenda hacerlo. El dinero público no se malgasta, y menos si además con ello se ralentiza y empeora manifiestamente el servicio.

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