El riesgo en la Administración

«Sólo eres libre si arriesgas» (Popular)

Al siglo XXI hay que entenderlo. Supone el mayor riesgo y la mayor oportunidad de la Historia. Y el mayor reto, especialmente en una Administración que se resiste a dar esos tan necesarios pasos hacia el futuro. Nunca hubo más problemas, y sin embargo, y en realidad es lógico, jamás fue tan necesaria la eficacia y la eficiencia del servicio público. Dicen que la innovación es arriesgada, pero, en palabras de Xavier Marcet, sin duda lo más arriesgado es no innovar.

Pero la Inteligencia Artificial, como muchas otras innovaciones absolutamente necesarias (y en el fondo poco arriesgadas, ya que lo único que realmente ponen en riesgo es la zona de confort de los funciosaurios y alguna que otra corruptela), se retrasan sine die mientras que una parte de la Administración (la de los papeles, no la de los servicios públicos) muere poco a poco por su pura obsolescencia.

Y no lo decimos, que conste, por el supuesto retraso (sería el enésimo) de la administración electrónica, retraso que quedaría fuera de la realidad incluso si no hubiera pasado todo lo que está pasando en este 2020 que prácticamente nos obliga a ser telemáticos, y que ahora resulta totalmente ridículo. Lo que realmente se retrasa es el cambio cultural, algo que tiene que ocurrir en cada una de las cabecitas de los empleados y responsables públicos, y al mismo tiempo impregnar absolutamente la organización y el funcionamiento de las Administraciones, cambiando radicalmente el paradigma anterior.

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Lo más cómodo es no innovar, pero si este dubitativo cavernícola no hubiera dado el primer paso aún estaríamos en el paleolítico. Fuente: en la propia imagen

Y este cambio, que por otra parte se ha producido en el resto de sectores y ámbitos del Universo (especialmente en la sociedad y en la empresa privada) se retrasa porque, en el sector público, somos increíblemente conservadores. Mal momento para serlo. Y por otra parte… ¿Qué es lo que hay que conservar? ¿El papel? ¿El «vuelva usted mañana«? ¿Los puestos de subalterno que hace fotocopias? ¿Las innecesarias (e indignantes) molestias que seguimos generando al ciudadano con nuestra insufrible burocracia? Ese ciudadano merece algo mejor. Algo mucho mejor por parte del depositario de sus impuestos.

Las organizaciones públicas deben cambiar. Y para cambiar hay que arriesgar. Pero quien arriesga en realidad siempre son, somos, las personas. ¿Quiénes? Únicamente los que están dispuestos, es decir, muy pocos. Porque, haciendo autocrítica, cabe reconocer que en el sector público somos mayoritariamente conservadores. Y somos conservadores porque, entre otras cosas, falta precisamente espíritu crítico. Sin espíritu crítico no hay innovación que valga. Espíritu crítico no es «criticar» (si bien en este país se confunde), pero sí denunciar lo denunciable, subrayar lo obvio (y no taparlo), y siempre desde la objetividad y asertividad que solo da una posición independiente. Por desgracia, esto no lo hace prácticamente nadie. Por ejemplo, durante las últimas semanas he asistido perplejo a un atentado sin precedentes contra la autonomía local, bendecido de forma vergonzosa por la FEMP, mientras muchos de los supuestos innovadores de la Administración local se limitan a decir, mirando para otra parte, que la administración electrónica es buena en tiempos de pandemia. ¿Eso es todo?

Falta espíritu crítico para plantarse y dejar de consentir los atropellos que se están produciendo con esas llamadas a «la vuelta al trabajo» (presencial) que los responsables públicos realizar a un importante sector de la Administración, el personal de oficina, que en realidad podría y puede realizar perfectamente el 95% de su trabajo desde casa. El 95 y en bastantes casos el 100. Esto es así, que nadie les venda lo contrario, porque seguramente lo hacen por razones oscuras. Por nuestra parte hablamos de verdaderos atentados no solo a los derechos de los empleados públicos sino también a su salud. E incluso a su vida.

Falta espíritu crítico para poner en duda la existencia de documentos antediluvianos como el certificado de pernocta. ¿Cómo es posible impartir una clase de liderazgo si el «profesor» no es capaz de cuestionar la necesidad de este absurdo documento a quien sin ningún motivo se lo exige?

Y desde luego falta espíritu crítico para denunciar esa corrupción (en forma de corruptela, peligrosa como la silenciosa espada de un samurái) que todavía sigue existiendo, pero parece que, estando camuflada en forma de contratos menores, tramitaciones de emergencia y los últimos estertores del peor urbanismo, no sea tan grave como la que vimos en la época de los grandes escándalos. Pero lo es.

No es posible arriesgar sin tener espíritu crítico, del mismo modo que, por supuesto, tener espíritu crítico es arriesgado. No solo no tiene premio sino que conlleva un mínimo de palos, aún en el mejor de los casos. Mientras tanto, los teóricos de la Administración siempre van a seguir diciendo, desde sus burbujas, qué es lo que hay que hacer. Algunos hablan de Inteligencia Artificial, compliance, open data o smart city, sin haber liderado (ni siquiera participado) en un solo proyecto de estas características. No arriesgan. No lo hacen porque no quieren, o quizá no pueden. Perfecto, nadie está obligado a innovar, y menos a asumir el coste que conlleva, pero al menos que no se ponga esa medalla. La vanidad es un pecado muy feo, especialmente cuando se presume de un mérito falso.

Y es que innovar es hacer, y no tanto decir. De hecho se debe hablar, y desde luego, comunicar bien, pero lo justo y necesario. No más. Ya saben: «a buen innovador, pocas palabras»… Innovar, además, es ético. No debe hacerse desde el ego ni la motivación personal o, dentro de esta, la política. Un proyecto puede ser político, pero no debe abordarse para satisfacer un interés político, sino el interés general. Por eso, hablando de empleados públicos, resulta extremadamente difícil ser innovador sin mantener la necesaria independencia política. Esto es aplicable, incluso, a los cargos políticos (más precisamente, «de designación política»), que no por ello deben trasladar su lealtad debida a la ciudadanía hacia quien les ha nombrado. La única lealtad que deberíamos practicar es la institucional. Pero esa engañosa lealtad política o personal, convertida en ocasiones en pura sumisión/devoción, no solo impide perseguir el interés general sino que también impide ejercer el cargo con espíritu crítico (¿acaso puede surgir una voz crítica o discordante dentro de los elencos de estómagos agradecidos?). En todo caso sorprende la cantidad de «innovadores implicados» que de repente pierden la motivación cuando, tras unas elecciones, cambia el color político.

Bien. Cada uno se maneja por la vida (personal y profesional, porque ambas están integradas) como buenamente quiere y puede. Pero si pretende ser innovador debe innovar. Y si ya lo está haciendo, quizá debería hablar menos e innovar más. No es fácil. Para ello se deben sacrificar algunas cosas. Pero la Administración lo necesita. Si uno tiene y siente la famosa vocación de servicio público que se supone que tenemos todos los que estamos en este lado de la tradicional «ventanilla», la conclusión es que siempre, cueste lo que cueste, vale la pena. Después de todo (y como aquí dijimos):

«Ser innovador no es sólo innovar. Es innovar cuando sabes que lo más cómodo y lo menos perjudicial para ti sería no hacerlo».

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2 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Hacen falta más artículos así: valientes, originales y comprometidos.
    Siempre he dicho que criticar a la administración es un ejemplo de querer mejorarla, con argumentos, ideas y proyectos. Enhorabuena

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